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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya




                    la Villa de Nuestra Señora de la Concepción de Zalaya, y habiendo hecho elección por mandato de
                    su Excelencia, nombraron Regidores Capitulares de la dicha Villa a Don Miguel Juan de Santillana,
                    Don Diego Pérez Lemus, Don Domingo Martínez y Don Lepe García. Entre estos cuatro eligieron
                    Alcalde Ordinario de primer voto a Don. Domingo de Silva y de segundo voto a Don. Juan Freire.
                    Y para que coste ante mí, doy fe yo Don Beltrán González de la Mora, escribano público”.
                    Después, el nombramiento de Ciudad fue otorgado el 20 de octubre de 1655, pero no fue sino hasta
                    el 7 de Diciembre de 1658, cuando el Rey Don Felipe IV  se lo confirmó, con derecho a blasón.
                     “Mediante un donativo de   2,000.00 pesos, que se pagarían en el término de cuatro años, le fue al
                    fin  concedida  a  Celaya  por  el  Lic.  Lara  y  Mogrovejo,  la  preeminencia  de  Ciudad,  cuyo  Título
                    aprobó el Virrey Alburquerque el 20 de Octubre de 1655, concediéndole también con autorización
                    real el calificativo de “Muy Noble y Leal Ciudad”, con derecho a blasón, tocándole ya al Virrey Don
                    Sebastián de Toledo, Marqués de Mancera, entregar el Título respectivo, que había sido confirma-
                    do por el Rey Don Felipe IV, el día 7 de Diciembre de 1658 (tras haber sido pagada la cantidad
                    estipulada), haciendo constar las palabras del Virrey Duque de Alburquerque: “Y es mi voluntad
                    que ahora y de aquí en adelante la Villa se llame e intitule la Muy Noble y Leal Ciudad de la Purísi-
                    ma Concepción de Celaya”, y que goce de las preeminencias que puede y debe gozar por ser
                    Ciudad…”.

                    LA REGIÓN DE CELAYA EN 1534

                              Al principio, es decir en aquellos años posteriores a la llegada de los  primeros religio-
                    sos a la región de Celaya, algunas aldeas de indígenas se  encontraban en relativa calma, pese a las
                    incursiones sostenidas y temibles de los chichimecas o “bárbaros del Norte”, como solían nom-
                    brarlos los europeos de la invasión. Los españoles, astutamente habían convertido a su causa a
                    varios mandones nativos de estas tierras, concretamente de la llamada Aridoamérica, dándoles
                    nombres de cristianos y hasta permitiéndoles vestirse y hablar como ellos, lo cual a algunos los
                    hacía sentirse diferentes. Uno de estos fue un tal Pedro Martín del Toro, hijo de Gabriel Martín de
                    los Ángeles -no se entiende por qué uno del Toro y otro de los Ángeles-. Al parecer les daban el
                    nombre que mejor se acomodaba a su modo de ser,  facciones, carácter, complexión, etc. Por
                    supuesto que este par de personajes, como muchos otros que hubo, tuvieron nombre otomí, nacie-
                    ron de una madre y de un padre otomíes, pero se lo quitaron y renegaron de él a cambio de usar
                    sombrero, espuelas, zamarra, chambergo, loba, yelmo con pluma roja, casco, espada y  jubón de
                    cuero crudo o suave terciopelo.


                              Este  Pedro,  o  don  Pedro  Martín  del  Toro,  descendiente    directo  de  los  primeros
                    caciques de la nación otomí y poblador de varias aldeas del mezquital de Huichapan, tuvo varios
                    hermanos y hermanas, todos renegados y traidores a la sagrada estirpe de su sangre ña ñú; de las
                    mujeres se recuerdan aún sus nombres: Beatriz Inés, Clara, Jacinta, Isabel y Teresa. Lo mismo de
                    los hombres: Juan, Eulogio, Laureano y Tomás, quienes seguramente se habrán ido a la tumba
                    felices de –según ellos- haber dejado de ser indígenas u haber aprendido a hablar y rezar en el
                    “castilla”. En esa época de las primeras incursiones (1534) contra la Gran Chichimeca, dicho Pedro
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