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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya




                    ción. Aquí se ejerció esta práctica casi desde el momento mismo de la Fundación, aunque ésta vino
                    a consolidarse durante los siglos XVII y XVIII, lo mismo por parte de la Iglesia que entre los
                    comerciantes o terratenientes, quienes le daban su apellido a quienes les servían desde esa humi-
                    llante condición. Inclusive, estos últimos heredaban tal nombre a sus descendientes, como una
                    marca de que alguien  los había hecho valer algo al prestarles las sílabas de un nombre, así llevasen
                    éste gravado con hierro de marcar o nada más estuviese escrito como un código de identificación
                    personal en algún libro de raya o papel de compra venta.

                              Las labores en que particularmente se ocupaban los esclavos eran  domésticas, ganade-
                    ras, de arriería y de comercio, pero también en asuntos de hechicería, magia negra, herbolaria y hasta
                    de complacencias  clandestinas. Primero fueron los primigenios habitantes del Gran Atlayahualco
                    quienes, al ser sometidos por la maldad y el rayo de la guerra, se vieron obligados asimismo a hacer
                    lo que mandaba el europeo, tan acostumbrado a ser servido como el rey mismo. Otomíes, pames,
                    purépechas, matlazincas y otros allí estaban a las órdenes de déspotas que se arrogaban el derecho
                    de sentarse a la derecha de Dios. Después trajeron a los de África, más resistentes a las bregas y
                    palizas. En el archivo del convento de San  Francisco hay documentos que nos narran cómo era la
                    vida de aquellos infelices: cómo nacían, cómo se casaban, cómo iban falleciendo.

                              En cuanto a la población africana celayense, habrá que decir que ésta fue disminuyen-
                    do a medida que se mezcló con los  nativos de la zona, dando origen a los afromestizos, que
                    también se diluyeron al mezclarse con indígenas o españoles (coyotes, mulatos, lobos y bozales)
                    hasta que se completó el mosaico étnico actual. Pero nadie debe olvidar las causas y los orígenes
                    de esta gente que ahora levanta con orgullo el acrónimo de su esencia  junto al de Celaya, a la que
                    visualiza como su cuna, su apoyo, su refugio y toda su fortaleza. Algunos propietarios de esclavos
                    fueron los siguientes: Agustín Camargo, Nicolás Muñoz y Manuel García, Martín Centeno, Gonza-
                    lo Tello, regidor del H. Ayuntamiento; Diego de la Cruz,  Pedro Lapuente, Cristóbal Cano, Felipe de
                    Guete, Pedro Landín, más algunos clérigos. Para darnos una idea de todo lo relacionado con la
                    compra y venta de esclavos en Celaya y la región, se pueden consultar las escrituras en el Archivo
                    Histórico de la Universidad de Guanajuato, Protocolos de Cabildo, siglo XVII, donde hallaremos
                    todo lo concerniente a seis seres humanos vendidos clínicamente. Por mencionar únicamente dos
                    de estos casos, vaya lo siguientes:

                              En 1629, un negro perteneciente a don Jorge Maldonado, fue vendido en 400 pesos oro
                    a don Fernando Ramos, ambos mercaderes del Real de Minas de San Fe de Guanajuato. Este escla-
                    vo, de nombre Martín,  había sido comprado a un señor Vargas de la villa de Zalaya en agosto de
                    1624, cuando el hombre tenía apenas 22 años. No cabe duda de que a este infeliz Martincillo lo
                    perseguía la mala suerte, pues en el momento de su venta se hallaba recluido en la pestilente cárcel
                    municipal de Pánuco, de la quemante Veracruz, por haber huido de sus explotadores celayenses.
                    No obstante, don Fernando Ramos pagó el precio por aquella “bestia”, que para el trabajo minero
                    era única, y, pese a que se le advirtió que en cinco años ya se había escapado tres veces, de todos
                    modos pagó los montos, confiado en sus influencias y en la cooperación de las autoridades para
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