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Aquélla Carpa “Ofelia”, año de 1927




              mayoría de los pobres a sólo imaginar lo que, desde las banquetas y las calles, se  podía ver en los
              novedosos aparatos. Era Oficial Mayo el profesor Raúl Macías Muñoz; alcalde, Jesús Gómez de la
              Cortina, y ambos tuvieron que intervenir para frenar un poco los alardes de quienes en todo siem-
              pre han de ver el logro personal.

               LOS DÍAS  SEÑALADOS
              (17 de agosto de 1973)

                         Aquél había sido un año de pocas lluvias, al principio, porque en los primeros días de
              agosto se dejó venir un temporal que no paró sino hasta que se llenaron las presas y ocurrieron las
              inundaciones en Celaya y varias poblaciones ubicadas aguas abajo del embalse “Ignacio Allende”,
              con una capacidad de 150 millones de metros cúbicos, ubicado en el Municipio de San Miguel de
              Allende. Las lluvias se había ya tardado, mas, de  repente, comenzó una temporada en la que ni de
              día ni de noche cesaban las copiosas precipitaciones. Todo el Bajío era una inmensa esmeralda
              bajo un paraguas de llovizna. Desde Irapuato hasta Querétaro, León y San Felipe, Acámbaro y
              Celaya, el verano se deshacía en fuertes tormentas tejidas con hilos gruesos. Las montañas que nos
              vigilan: Culiacán y la Gavia, no se quitaban el uno su sombrero ni la otra su rebozo, siempre nubla-
              dos, con las quijadas en la sombra. En esos años, por el Oriente, Celaya terminaba prácticamente
              en las vías del tren y por el Poniente, antes de la glorieta de la Pepsicola. Hacia el Sur, la colonia
              Las Flores era nueva y la última de la mancha urbana. Y hacia el Norte, ni hablar, llegaba: hasta el
              Tecnológico y acaso un poco más allá, donde ya se organizaba la colonia Valle Hermoso, a la que
              el pueblo denominaba “Valle Lodoso”.

                         El martes 14 de agosto, el señor Alberto Chaurand y yo conversábamos en el portal
              Chaparro (esquina con Benito Juárez) donde éste tenía su tienda. Comentábamos la amenaza silen-
              ciosa que representaba la descomunal crecida del río Laja, al que ya le habían soltado más agua de
              la que pudiera soportar (400 metros cúbicos por segundo). Celaya olía a barro fresco. La mayoría
              de sus calles céntricas todavía estaban empedradas. La gente no se imaginaba el tamaño de la
              próxima tragedia. El curso escolar había comenzado, yo daba clases de español en el Instituto
              Celayense, dirigido por Isaías Lemus Oliveros. Entonces todavía se podía caminar por estas calles
              y plazas con tranquilidad. Cuando se avisó, en la madrugada del 16, que el río había abierto sus
              bocas: una a la altura del rancho de Silva y otra muy cerca del Puente de Tresguerras, la población
              se movilizó, abandonando sus casas para ir a los refugios temporales dispuestos por el Honorable
              Ayuntamiento (encabezado por el Lic. José Antonio Ramírez), en las escuelas y los templos. Algu-
              nas familias se mudaron de población, otras prefirieron enfrentar desde aquí la gran tragedia. Las
              imágenes que aún se conservan son las de una ciudad súbitamente envejecida, asustada, flotando
              en la melancolía y la confusión.

                         El día 17 el agua ya llegaban hasta la Central de Autobuses y por  el boulevard hasta la
              calle de Luis Cortazar; por Morelos, rozaba los dos mercados; por Madero, se extendía hacia el cine
              Celaya y por 5 de mayo hasta la calle de Beethoven, donde moraba el  poeta y traductor don J. Luz
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