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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya




                    Sandi, teniente y capitán general para la Real Audiencia de México, y a Juan Torres de Lagunas,
                    alcalde mayor de Guanajuato, para que se pongan de acuerdo y elijan el sitio exacto junto al río y
                    ante el gran cerro que los indios llamaban Abechuato y los españoles nada más la Gavia. El alcalde
                    mayor decide dónde será la sede de la nueva fundación y el doctor de Sandi, representante de la
                    autoridad virreinal y rodeando por varios españoles allí avecindados y cientos de indígenas pobla-
                    dores de la villa otomí, sólo la aprueba. A él también le correspondió planear la población y desig-
                    nar los sitios de la iglesia, la casa de cabildo, la plaza, así como las concesiones a colonos, aunque
                    el diseño y la construcción de los edificios del poblado se llevó a cabo, tres años después, bajo la
                    supervisión de Alonso Martínez, juez de comisión y visitador de Celaya y otra villas del Bajío.


                    IMÁGENES

                              En 1525, los pueblos ribereños de los hermosos ríos Apaseo, Querétaro y La Laja, desde
                    hacía muchos años vivían de la pesca y la cacería en los bosques que abundaban desde Querétaro
                    hasta el Altayahualco. Sus habitantes eran personas de diferentes etnias: pames, guamares, huachi-
                    chiles, purépechas, jonaces, mexicas, otomites, etc. Seguramente vivían en paz, aunque sin dejar de
                    sostener de vez en cuando alguna diferencia territorial. A todos estos grupos, en general, los espa-
                    ñoles les llamaron Chichimecas, y tal vez varios de ellos tuvieron que huir y defenderse cuando los
                    iberos, apoyados por tlaxcaltecas y otomítes de los alrededores de la ciudad de México, invadieron
                    sus territorios. La crónica de Celaya comienza el 17 de noviembre de 1526, cuando el cacique de
                    Xilotepec, don Nicolás de San Luis Montañez, llegó hasta la aldehuela de Nattahí, de orígenes
                    inciertos pero probamente otomí, de gente pacífica, cuyos moradores huyeron aterrorizados hacia
                    los montes cercanos, por la fama  que ya traía el aliado de los invasores españoles, quien había
                    venido siguiendo el curso del río Grande  o Lerma hasta Acámbaro, donde él y sus huestes arrecia-
                    ron la acometida contra todos los pueblos de allí hasta Querétaro. Los moradores de Nattahí no
                    esperaron a enfrentarse con las desmesuradas fuerzas del traidor; igual los de Apaseo, quienes, el
                    21 de noviembre, tras una breve escaramuza de defensa optaron por abandonar la plaza, haciendo
                    caso a los frailes franciscanos que les pidieron no pelear contra aquellos bárbaros. Una vez pasada
                    la tormenta, los habitantes de Nattahí y la región regresaron a sus actividades, sin imaginarse que
                    muy pronto regresarían los hombres blancos, apoyados por los tlaxcaltecas y también por sus
                    hermanos los otomites de acullá, a despojarlos de sus tierras, y hasta fundarles otras villas. Esto
                    ocurrió a partir de 1531, con Pedro Martín del Toro a la cabeza, indígena renegado de su sangre,
                    como renegados fueron sus padres y sus abuelos desde los tiempos del rey azteca Moctezuma. A
                    los europeos los movía su desmedida sed de riquezas, la ambición de apropiarse de territorios y
                    pueblos que les redituaran lo debido; a los naturales, la ilusión de llamarse con otro nombre, vestir
                    ropa diferente, montar a caballo y llevar una espada de Toledo al cinto. “Pacificada” la región, en
                    1560 el rey de España y de las Indias, Don Felipe II, expidió una Real Cédula de Reducción de Indios,
                    por la cual se ordenaba que todos los naturales deberían concentrarse a vivir en sus pueblos, so
                    pena de persecución y exterminio para aquellos que no lo hiciesen. La humilde Nattahí, que desde
                    1542 ya tenía una capilla construida por el franciscano fray Juan de San Miguel, pero atendida por
                    unos agustinos, cumplió dicha encomienda y a partir de entonces se mantuvo más cerca del actual
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