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SIGLO XVI… El ORO DE LOS TRIGOS
¡Que comience el concierto! Fue el grito real. El bramido potente. La voz altanera
alzada hasta los techos de la sobaquina y el perfume. La luz de terciopelo negro del egregio monar-
ca todo de negro hasta los pies vestido…, según sonetos de trovadores y poetas. ¡Que comience! Corrió
el río de la acerada ucase, así, imponente, déspota, cuando era necesario, y tersa igual que un fruto
del verano si había de menester. ¿Pero a quién carajos se le habrá ocurrido traerme hasta aquí la
Real cédula para la reducción de indios, este 15 de febrero de 1560, a cuatro años de haber ascendido
al Trono, tras la abdicación de mi padre Carlos V, y ser el rey ahora, emperador de Castilla, Aragón,
Cataluña, Navarra, Valencia, el Rosellón, el Franco-Condado, los Países Bajos, Sicilia, Cerdeña,
Milán, Nápoles, Orán, Túnez, Portugal y su imperio afroasiático, toda la América descubierta y
Filipinas? ¿A quién, a quién le habrá pasado por ahí, cual una nube, esta actitud de venir a pedirme
que la firme, porque ya sale el barco de Sevilla y habrá que llevar la orden hacia el Nuevo Mundo,
donde mis amigos los religioso agustinos desde 1542 se hacen ya cargo de esta evangelización
llamada Reducción de indios en el pueblo de la La Asumpción, donde los indios aman y le rezan a
Nuestra Señora, igual que a un cristo al que ellos llaman de El Zapote…. El Señor Crucificado del
Zapote… Abechuato, jocoqui, Nattahí, Nñanñú. ¡Vaya términos!... ¡Que comience el concierto! Aquí está
ya la firma…
Roncó aquel “Campeón del Catolicismo”, sin imaginarse jamás que allá lejos, muy
lejos, en algún lugar del horizonte sin fin de lo que era y sería la Nueva España, desde que su padre
Carlos Quinto lo dejaba que supliera, gobernando, sus ausencias, fray Juan de San Miguel, guar-
dián del convento de San Francisco de Apaseo, fundado en 1525, había levantado ya una capilla
para la evangelización de los indígenas en el pueblo de La Asumpción, vecino a la aldea de Nattahí,
¡vaya términos!... ¡Que comience el concierto! ¡Qué se haga ya la luz de la obertura! Insistió el sobe-
rano tras estampar la telaraña de su nombre en aquel pergamino de gamuza que sólo a alguien de
muy pocas maneras le dio por llevárselo hasta allí, cuando estaba a punto de iniciar el gran
banquete de flautines, órgano, arpas, trompas, salterios, timbales y címbalos de oro, menos corno
inglés, por aquello de nuestras relaciones marítimas, políticas, religiosas y comerciales, que las
bancarrotas del reinado han sido sólo culpa de ellos. ¡Que comience! Fue la orden y aquél estruen-
do de metales y cuerdas hechas de tripas de gato comenzó con un sonido perfecto, una percusión
de dulcamara que pasó volando sobre todos y acaso aun en la firma portentosa haya alcanzado
aquellas tierras de la Nueva España, donde se decía Apatzseo, Nat-tat-hí, San Francisco de
Chamacuero, San Miguel el Grande o Escuinapan, Atla Ya Hual ko ¡vaya términos!, Querétaro y el
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