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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya




                    tocamientos del Rey de Bélgica o los besos en donde ya se sabe del heredero del Gran Khan, andró-
                    gino y apóstata. Ya había cruzado los lugares donde la chusma, a la manera de los piojos, pululaba
                    mordiendo berzas y echando la sonrisa desde una cara color de pera cocha, que no hay mejor color
                    para los lupanares y los lúmpenes que el repugnante del membrillo. Allí había varios ante las buho-
                    nerías traídas de la región del Comontuoso y los titiriteros de Apaseo, y los oracioneros de Chocho-
                    nes, ambos de idéntica y húmeda sonrisa y manos hábiles para dejar sin habla aun a las señoras
                    vestidas del satín llegado hace seis meses en la nao de China, para hacer más notable su paso por
                    las plazas, cuando el sol del ocaso deja caer el oro sobre esa edad lujosa de los trigales y los
                    cuerpos.

                              Durante días y días los mensajeros del Virrey habían anunciado la muerte de todos
                    aquéllos insolentes que se atrevieran a conspirar contra la madre España, que ya más bien era
                    madrastra, a como se venían dando las cosas en los ejércitos de indígenas, en las hordas de míseros
                    que no conocían, entre la aurora y el ocaso, más que la voz de piedra del verdugo, así fuese éste
                    preste  bisojo  que  encomendero  pederasta.  Pero  Rodríguez  sollozaba  en  las  saudades  de  tales
                    laberintos, pese a la Dama Arpía de Santobono –recién llegada del Perú-, que por allí mostraba sus
                    velludos pechos, faz ridícula, imaginando en su inocencia o poco oficio histriónico que  iba a
                    impresionar a tirios y troyanos, pames, chichimecas borrachos y otros más con las partes hincha-
                    das a modo de lona de velero. Se movía sollozando hacia alguna colina donde sentar la sombra a
                    meditar o mentar madres, entre las flores y la hierba, que poco sabían de títulos y nada tenían que
                    ver con las noblezas y las sangres, las cédulas y los prejuicios prendidos con alfileres a argumentos
                    falsos. De ahí nomás, de alguna boca abierta de casa, obraje, tugurio, mancebía o cueva de tahúr,
                    soltaron las palabras:


                    Este torito que traigo,
                    lo traigo desde Durango
                    y lo vengo manteniendo
                    con cascaritas de mango.


                              Adentro de su espíritu lloraban otras voces y arriba, cerca y bajo como sus huellas sin
                    destino, sonaba el viento a semejanza de una puerta ciega a la que también la duda le hubiese
                    desvencijado las chambranas, abierto las maderas como las carnes a una mujer el arado de quien
                    únicamente en estos campos piensa... Y las voces narraban, ebrias o nada más por conseguir dos
                    reales en aquella Celaya ya con C y a veces todavía con S, según la ortografía:

                    Este torito que traigo
                    lo traigo del Culiacán
                    y lo vengo manteniendo
                    con boronitas de pan.

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