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Siglo xvi... El Oro de los Trigos




               Juan Gallego y Juan Martín,
               están soñando en sus torres,
               como Ramos Adalid.


                         Cuando los dos hombres acudieron, Su Excelencia ya había pedido que alguien, por
               caridad o aunque fuese con un arcabuzazo, hiciera callar aquella necia voz. Sandi y Torres de Lagu-
               nas tampoco estaban viejos, sólo maltratados por tantos soles, aires y lloviznas que tuvieron que
               resistir y soportar a la intemperie o en cuevas donde se escondían cuando había que ponerse a
               salvo. No todos eran vascongados; también había dos vizcaínos y un gallego, tres de Castilla y otros
               más de las montañas de Trujillo, más el padre franciscano que nadie sabía en que lugar de España
               lo parieron, aunque por la textura, el modo de empinar la bota y el tono albayalde de su piel, se
               creía que era murciano. El Virrey les expuso el caso. Hablaron como si fuera en confesión. El
               Virrey ya se iba México. En tres o cuatro días. Por lo que era necesario que ya firmara la orden, con
               la conciencia de que ellos dos buscaran la manera, el dónde, el cuándo trazaran una villa. Les recor-
               dó que Gaspar de Salvago vendía su estancia, la más extensa para la dicha fundación. Habría que
               tratarla y pagársela entre todos lo que anhelaban vivir en una nueva villa, sin mezclarse con los
               indios de la Asunción, a cuya pequeña iglesia, aunque le hicieran gestos, de todos modos iban a oír
               misa. Quizá partiendo del mezquite aledaño a esa capilla, atendida aún por monjes agustinos,
               fuera posible hacer la traza; de aquel mezquite de la capilla del Cristo del Zapote, al que, de acuer-
               do a los murmullos, le crecían las barbas (y algunos blasfemaban que también las uñas, como a
               cualquier hijo de Iglesia) y cada fin de mes el barbero Gonzalo Jorge tenía que ir a cortárselas… Ya
               casi terminaban. El Virrey respiró, pero el martirio del sonsonete tamboril volvió a golpearlo y él
               mismo tuvo que salir dando de gritos, para que lo dejaran rubricar el trato con el feroz de Sandi y
               el no menos carnicero Juan de Torres. El doctor de Sandi le escribiría una carta, dándole detalles
               de los cuarenta hombres que exigía para trazar la villa, casados todos y vecinos de  allí; de las medi-
               das de la tierra, que, por igual, cada uno adentro de la traza poseería, sin menoscabo de lo que ya
               eran “dueños”: aquellas extensiones en las que apenas sí se ponía el sol a la hora de ese crepúsculo
               del cuervo.


               EL TRUENO Y EL RELÁMPAGO

                         “¡Uf! Ya es sábado. Me tenía que ir adonde la María Dorotea Rayón sueña conmigo,
               pero tengo que darle al Virrey esta acta, para que la apruebe y la firme antes de que se marche
               hacia el Palacio Episcopal, donde un cernícalo lagartijero, igual que yo, va a mostrarle la copia de
               la Virgen de Guadalupe, que un indio ha realizado”.

                         Juan de Cueva, el Secretario de  Gobernación de la Nueva España en 1570, había abierto
               tamaños ojos cuando le preguntó el Virrey que cómo se llamaría la nueva villa a fundarse el próxi-
               mo 1 de enero de 1571. Francisco de Sandi y el alcalde mayor de Santa Fe de Guanajuato habían
               cumplido su misión de localizar el sitio, tras pagarle un buen sueldo a don Gaspar de Salvago por
               los terrenos de su estancia junto al río. Allí estaban ya los nombres de los cuarenta súbditos que
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