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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya




                    “perros en mecate”, como también llamaban los invasores a estos “brutos”. Don Martino no permi-
                    tía que nadie fuera al frente. Él y su séquito siempre iban adelante. La mañana ardía sobre la luz
                    que, de pronto, se transformó en una ancha burbuja de vidrio feble donde uno que otro trino de
                    pájaro se reventaba en mares de dulzura, mientras el caserío temblaba por los dos motivos: la
                    presencia del Poderoso y la posibilidad de un nuevo ataque.

                              Las tardes eran de terciopelo anaranjado, posando su oro secular sobre los mezquites
                    y las rocas. El combate contra las tribus chichimecas no había dejado más de cinco muertos espa-
                    ñoles, frente a más de cien de los rebeldes colorados. Los fortines del presidio, aquéllos altos
                    muros, las ballestas silbantes, los arcabuces con sus gatillos recién puestos en grasa y hasta el
                    nuevo cañón traído de Querétaro, dejaron bien claro cuáles eran y seguirían siendo sus funciones.
                    Don  Martín  fumaba  serenamente,  al  ritmo  de  un  renqueante  tamborcillo  que  más  allá  de  su
                    caravanserrallo alguien se empeñaba en hacerle sacar el alma, aporreándolo, mientras declamaba
                    algunos octosílabos vulgares de Los siete Infantes de Lara:

                    Los hijos de doña Sancha
                    mal abaldonado me han:
                    que me cortarían las faldas
                    por vergonzoso lugar
                    me pondrían rueca en cinta
                    y me la harían hilar,
                    y cebarían sus halcones
                    dentro de mi paloma.

                              Había hecho venir a Francisco de Sandi, teniente de Capitán General, quien radicaba en
                    San Miguel el Grande al frente de sus huestes en perpetua guerra contra los indios bárbaros.
                    También mandó llamar a Juan Torres de Lagunas, alcalde mayor de Guanajuato, para que le ayuda-
                    ran a pensar en una solución: algunos encomenderos le pedían fundar un pueblo ¡otro!, pero ahora
                    sólo de españoles, allí mismo, a la vera del caudaloso río, entre el mezquital de Apaseo y el monte
                    al que los naturales daban el nombre de Abechuato, que enfrente aparecía cual una nave al pairo, en
                    solfa de azules verdes y de verdes índigos, sombras de gris aspecto y ondulaciones singulares en la
                    reverberación de la llanura. No era mala la idea, pero habría que discutirla, analizarla, meditarla,
                    medir su peso y condición. El maldito tambor no dejaba de toser bajo las palmas del artista, el cual
                    entre verso y verso también metía lo suyo, muy al modo de aquéllos a quienes la envidia toca y
                    aporrea hasta que sueltan su rumor:

                    Le piden a Su Excelencia
                    una villa bajo el cielo,
                    para que Dios favorezca
                    a la viuda de Beleño.
                    Cristóbal Sánchez, Juan Franco,
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